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miércoles, 15 de febrero de 2012

Las flores son para los muertos.



Sinuoso el camino, grises las casas, las puertas, el cielo. Una brisa forzaba el movimiento rechinante de las aspas del molino. Triste su andar por aquellas gastadas calles. Pueblo fantasma le decían, y a él por su silueta; espectro.


Condecorado con un halo de palabras mal colocadas en un botellón. Entorpecido por su propio cuerpo, acosado por las sombras que alguna vez se proyectaron en las paredes, en aquellos días en que todo tenia color. Ahora nada mas que fisuras en las murallas, animales extraños que se refugian donde antes moraban su acompañantes.


Montañas de sueños frustrados se acumularon en las fosas comunes, todos uno a uno sin más ni más.

Y la lluvia no lavará las heridas que ya han secado, ni devolverá las almas a sus recipientes.

Camina el caminante, buscando entre raíces y hiervas la cura tan anhelada a su mal, a su silencio, a su vida, si es que se le puede llamar de esa forma. Puede que sea menos que eso, y camina, pues no sabe que más hacer. Pobre caminante, recolectando entre matorrales su esperanza, no hay flores ya en este pueblo. No hay vivos. No hay muertos.


Los recuerdos se entrelazan y dibujan una historia en las paredes, en los adoquines. Se filtran por las piedras y se quieren volver río. Cuentan una historia de “había una vez” puesto que ya no hay más.


Cuando las flores adornaban las ventanas y los demás paseaban alegres, el espectro ya no es lo que era, alguna vez tuvo que ser humano, ahora engendro de quien sabe que pacto mal pensado, no meditado y olvidado, sus ojos ya no brillan, son dos posos oscuros.


Condenado a no morir condenado a no vivir, busca el veneno que rompa el conjuro que lo mantiene en la nada desde hace tantos años, tantos que no puede recordar por qué terminó así.


Y los colores se los devoró el tiempo. En este pueblo no hay flores, pero el caminante las busca eternamente para conciliar su sueño y romper este encanto.